La parra En mi vida anterior formé parte de una parra de uva moscatel que crecía en la aldea de I Becchi. En verano proporcionaba sombra. Durante el otoño ofrecía racimos dorados a los campesinos. Mis verdes zarcillos trepaban por vetustos troncos de madera de acacia que formaban el emparrado. Nunca olvidaré aquella mañana. Un tibio sol pregonaba la primavera. Brotaban algunas yemas en mis ramas. Llegó hasta mí un joven sacerdote. Me observó con nostalgia. Le miré. Enseguida reconocí en él al niño que antaño se acercaba cada otoño para que yo le ofreciera el milagro de mis racimos. Hacía años que no le veía. Conservaba la misma sonrisa. Era Juan Bosco. Cortó varios sarmientos de mi viejo cuerpo. Eran esquejes para plantar una nueva parra en otro lugar. Los nuevos esquejes llegamos a la ciudad de Turín. El joven sacerdote nos sumergió en un recipiente con agua. Esperó a que echáramos raíces… Nos plantó al pie del muro del Oratorio de Valdocco. Comencé una nueva vida. Mi primer año fue terrible. Yo era diminuta. Mi crecimiento dependía de que el buen sacerdote me abonara y regara. No falló nunca. Me mimaba. Pero mi gran terror eran “ellos”. Entorno a Juan Bosco jugaban y corrían varios centenares de jóvenes. Risas, gritos, carreras… En multitud de ocasiones temí que me pisotearan. Sobreviví. Eché raíces en el Oratorio. Agradecida a los cuidados de Don Bosco, me encaramé hasta el ventanal de su habitación. Mis zarcillos se enrocaron en la barandilla de una pequeña galería. Le ofrecí mis racimos. Él, cuando observaba un racimo maduro, lo cortaba con esmero. Lo envolvía en una bolsa de papel. Lo regalaba a bienhechores que colaboraban con el Oratorio. Orgullosa del destino de mis racimos, mejoraba cada año mis frutos. Pero un otoño ocurrió algo terrible. Don Bosco observó mis frutos en sazón. Empuñó las tijeras de vendimiar. Cortó todos mis racimos… ¡No dejó ni un solo! Con horror observé cómo los arrojaba a un cajón de madera. Machacó, estrujó y prensó cada grano de mi uva. Filtró el líquido viscoso en el que había convertido mi cosecha… Fue el peor momento de mi vida… Mis lágrimas se fundieron con aquel líquido dulzarrón. Entonces ocurrió algo inesperado: echó cuidadosamente el jugo obtenido en un cántaro… Espero dos días. Filtró con esmero el líquido y lo vertió en una orza de cerámica vidriada. La tapó. Desde mi altura yo observaba cada mañana la vasija que contenía mi sangre y mis lágrimas. Dos meses después Don Bosco abrió la orza. Tomó un poco de aquel jugo con un pequeño cazo. Se lo acercó a los labios… Bebió. Su rostro se iluminó. Alborozado llamó a varios chicos mayores. Lo probaron… Sonrieron. Le felicitaron. Así fue cómo me enteré que Don Bosco había convertido mis racimos en vino dulce. Cuando le escuché decir que con aquel vino celebraría la misa cada mañana, mis zarcillos reverdecieron con mi mejor sonrisa. Fui feliz. José J. Gómez Palacios